Cabo Polonio, singular experiencia humana y natural en el litoral uruguayo
El bamboleo y los saltos del vehículo que nos transportaba nos anunciaban que estábamos por visitar un rincón muy lejos de ser un lugar común. Un gigantesco camión todo terreno se enterraba en la arena y su motor se quejaba del esfuerzo que debía hacer para seguir avanzando. Sobre él, un grupo importante, disfrazados de humanos, nos aferrábamos de donde podíamos. Nos rodeaba un bosque natural, cubierto de coníferas que parecían reírse de nuestros comentarios. Llegábamos a Cabo Polonio.
Los casi humanos eran nada más ni nada menos que periodistas del mundo que respondían a la convocatoria de “Visión” (Asociación de Periodistas y Escritores de Turismo). Un grupo importante de distintos países: España, Ecuador, Chile, Brasil, Argentina… Recorríamos el este de Uruguay, y luego visitaríamos el sur de Brasil (Gramado, Canela y Torres). Mientras tanto, nos íbamos acercando al mar que era nuestro norte.
Incómodamente sentado al lado de un guarda fauna se me ocurrió preguntarle por un gran amigo de mi vecino país, Uruguay; mis noticias decían que era muy conocido. El muy ladino, hace años cuando yo me dedicaba a la pesca siempre me prometió y me entusiasmó en traerme a este lugar. Según su referencia, este es el paraíso de los pescadores, su delirio eran los pámpanos. Le dije a mi circunstancial compañero de coctelera. ¿Conoces al Chino Machado? Cómo no, ¿quién no lo conoce? Me respondió. ¿Tenés idea si está aquí en el Cabo? Seguramente, siempre está ¿Conoces la casa? Sí. Por supuesto. Cuando lleguemos le indico cuál es, atentamente me informó. El vehículo 4x4 había aquietado su corcoveo, ya estábamos viajando sobre la playa, el mar estaba hermoso.
De a poco empezaron a aparecer las casas. Debo confesar que es una sensación rara y no es fácil analizarla. La primera impresión es ver con qué modestia las construyeron, en un estilo rozando lo marginal. Muy aisladas, pero algunas de ellas muy privilegiadas. Casi dentro del mar. Envidiables. A medida que avanzábamos en nuestro rezongón 4x4, las casas se fueron haciendo más cercanas unas de otras. La terminal, el centro del pueblo y la plaza principal, todos juntos. Sólo delimitados por arena. La sensación al principio es extraña. El lugar es bellísimo, el mar a un paso, el resto parece nada ordenado. Al contrario, está todo desordenado. Ese me parece su encanto principal.
Ni bien puse el pie a tierra, mi mensajero me dijo, señalándome. Aquella es la casa del Chino, ¿Cuál? ¿La del círculo Rojo? Sí. Ese círculo la identifica. Hacia allí fui en una pequeña subida, esquivando algunas casas y algunas aves de corral: gallinas, gansos y patos, no muy común verlos sobre todo en ese estado natural, la vida moderna así no lo permite. No me separarían más de 50 metros. Ni bien me acerqué, se presentó un amable personaje que con su acento brasilero, en un castellano clásico para ellos me preguntó: ¿Está buscando alojamiento? No. Estoy buscando al Chino Machado, le respondí. No, no se encuentra. Fue su cortante respuesta. ¿Quién es Ud.?, me dijo, inspeccionándome de arriba a abajo. Le dejé una nota a mi amigo ausente, contándole la razón por la que estaba ahí. Apuré mi paso para alcanzar a mis compañeros.
A poco de andar empecé a escuchar mi nombre y mi apellido, siempre acompañado de otros epítetos irreproducibles, las voces salían de distintos lugares. La consigna se había difundido vía celulares, pero puse atención a una de las voces, que era muy particular para mí. Rápidamente me llevó hacia la playa. En un pequeño lugar cuatro pescadores estaban limpiando el pescado que recién habían sacado, con su embarcación; tan frescos estaban que daban la sensación de que respiraban. No podía ser de otra manera, allí estaba, casi convertido en escamas. Nos confundimos en un gran abrazo, hacía tiempo que no nos veíamos.
Lentamente pusimos rumbo hacia la casa del punto rojo. Rápidamente, y conociendo mis gustos, apareció un etiqueta negra, que se defendía de los pedazos de hielo que estaban en la copa, pero no nuestras bocas sedientas. Lo acompañamos con un pan casero recién horneado, que a un paso se vendía, y de un pate francés, que anduvo buscando mi amigo en sus clásicos escondites. La alegría del reencuentro nos permitió varios brindis, pese a que eran la 10.30 de la mañana.
Al rato ya nos fuimos para el boliche de un amigo y nos clavamos una cerveza Patricia helada, con miniaturas de pescado fresco (bocados de pescado, fritados con una pequeña cubierta de harina y huevo) y albóndigas de algas. El grupo se había agrandado y las risotadas se escuchaban desde Argentina. El resto de los periodistas que regresaban del recorrido por el lugar nos encontraron por el sonido de nuestras risas y la mesa y los brindis siguieron creciendo.
Arriba del camión, sin resistirme, aceptaba que me llevara de regreso por encima de los médanos: previo juramento de que en 7 días estaba nuevamente por allí. Nosotros seguimos el recorrido previsto por VISION: Punta del Este, La Paloma, en Uruguay. Torres, Canela y Gramado, en Brasil.
Como todo lo lindo, todo pasó muy rápido, abrazos, besos y cariños, acompañados de promesas de un rápido reencuentro con mis colegas periodistas de Visión. Sin darme cuenta ya estaba nuevamente sobre el vehículo que me llevaría hacia las playas del Cabo Polonio. Cargué unos vinos argentinos, Chimichurri, y unos encurtidos que me gusta preparar en mi “Tiempo Libre”. La expectativa de pasarme allí 7 días me entusiasmaba: es una experiencia distinta y un paraíso prometido muchas veces. El Chino se ocupó de entusiasmarme durante mucho tiempo y llenarme de promesas incumplidas, porque el sitio es un paraíso para la pesca, una actividad que hace tiempo ejercía como periodista deportivo de la misma, pero que ya dejé…
Cuando llegué a la casa del Círculo Rojo. ¿Qué pudo haber pasado? Mi querido amigo no estaba. Seguramente de correrías en Punta del Este o José Ignacio. Poco me importó. Mi nuevo amigo a partir de ahora es el Brasilero “Serginho”. Según dicen, Bailarín de Capoeira, tocador de varios instrumentos de percusión, pandeiro, berimbau y de algunas chicas también. No le vi pinta de angelito. Como buen anfitrión, me ubicó en una magnífica pieza. Y transmitió la orden del Chino. Hacé de cuenta que es tu casa, y así lo hice.
Aproximadamente eran las 14 hs. de una hermosa tarde, el aire del mar abrió mi apetito, debería cumplir con el ritual del almuerzo. Pregunté con cuál de los negocios está disconforme el Chino y hacia allí me dirigí. Es un clásico, en general se enoja con los mejores. El lugar me sorprendió. Tenía de todo: carnes, pescados, aves, pan casero de varios tipos, verduras, bebidas… Cuando vi el “Etiqueta Negra”, pensé “estamos salvados aquí hay de todo”. Por supuesto, cachaza de varias marcas, lima, pisco, ron… Los daiquirís, caipiriñas y mojitos no corrían riesgos. La sed internacional estaba asegurada.
Los uruguayos son tan anfitriones y tan vivos para hacer negocios, que cuando se instale el turismo en la Luna seguramente el primero y el mejor va ser atendido por uno de ellos. Un pollazo casero de más de cuatro kilos fue a parar a la cacerola, saltadito con cebollas y ajíes de todos los colores, Por supuesto que el chimichurri de mi autoría es mágico, capaz de mejorar cualquier manjar.
Luego de una siesta reparadora, me fui a la playa a caminar y respirar el aire puro. Ya de regreso, nos animó el inicio de la noche la charla amena y la llegada de una montevideana, Stephie, muy joven y atractiva, conocedora del lugar, que ya había estado allí en el verano. Apareció de la nada, en medio de una torrencial lluvia. El cielo se iluminaba descargando su furia y el mar lo acompañaba. Hacía una semana que se había separado y pensó que el mejor lugar para poner su corazón en terapia intensiva era el Cabo Polonio.
Las sombras se quisieron adueñar de la situación. Por ello comenzó un ritual, nuevo para mí, fabricar luz. Los faroles sol de noche salieron a relucir, hay que ponerles combustible, generalmente se rompe alguna camisa, que se debe cambiar. Se hacen velas y unos faroles caseros muy originales. En las botellas plásticas de agua mineral de cinco litros se coloca una vela prendida. En su base, arena o agua para que haga peso, mientras que la vela es sostenida por un alambre.
Ilumina casi como un farol de noche. Se distribuye esta precaria iluminación por toda la casa, los dormitorios, dos baños, sala de estar y la cocina. Esta debe ser la mejor iluminada, pues es el lugar de reunión. Afuera para los románticos. La luna se encarga de todo. También dicen que hay dos o tres boliches nocturnos para tomar algún colagogo después de la cena y nunca falta alguien dispuesto a cantar. Un buen lugar para los noctámbulos.
Una vez iluminada la cancha había que pensar en la cena, el cocinero iba a ser yo. Muy zorro como siempre los fui entusiasmando con platos livianitos y dejé el que tenía ya casi preparado y el más contundente para el final. ¿Qué les parece una Fideuá con una salsa de pollo saltado? Fue elegido por unanimidad. Había empezado a prepararme para la gran ceremonia de la cocina, cuando la niña recién llegada comentó que en el verano había hecho pan casero. No habían pasado más de cinco minutos que su manos estaban blancas, llenas de harina.
En ese momento de las sombras y penumbras de la noche y de la precaria iluminación apareció un personaje que me acompañaría en toda mi estadía. Un personaje pequeño, de paso alado, muy frágil y etéreo. Un personaje que se comió toda la película, “Atilio Rómulo”, el artista plástico del Cabo Polonio. Pintor, poeta, escultor, cubría todos los aspectos de la cultura. Pero para mí su mejor arte era imitar a los “Fantasmas”. Yo lo digo con el máximo respeto. Aparecía y desaparecía a cualquier hora, siempre en silencio y sigilosamente. Si se quedaba a dormir, pese a que su casa quedaba a 30 metros, nunca amanecía en el mismo lugar, se cambiaba de cama o se iba.
Cuando hizo su aparición dijo que venía a compartir un whisky, para ello apareció con una botellita que era un frasco de muestra de perfume; nosotros le mostramos la artillería pesada, pero su perfume también se lo tomamos.
Estábamos en pleno festejo, yo muy ocupado preparando la cena, a la cual fue invitado Atilio. Repentinamente se paró y salió disparado como un ánima. Si es una persona normal uno puede pensar, está apurado, va al baño. Pero no fue así. Lo pongo en su consideración, yo solamente se los relato: en mi caso mezclaba y revolvía lo necesario para que la cena estuviese de rechupete. Apareció nuevamente con un libro, dentro de él una página marcada, lo atesoraba entre sus manos. Con su voz muy suave y pausada me dijo: Como tu aspecto es de intelectual y sé que lo vas a saber apreciar, te voy a recitar lo siguiente. Y comenzó a recitarme a Rubén Darío. Con una voz suave y muy entonada. Imaginen la escena. Sorpresa, estupefactos, la luz de las velas, luz amarillenta que proyectaba sombras sobre nuestros rostros. Sigo pensando y con todo respeto lo pienso. Esto es cierto. ¿Es un pichón de fantasma? Afuera, oscuridad absoluta. ¿No será demasiado todo esto?
Cerca del mediodía hizo su aparición el otro personaje, mi amigo, el Chino Machado. Dueño de casa y chef. Reverencia y a sacarse el sombrero. Los chefs de tontos no tienen nada. Y esto a él lo pinta de cuerpo entero. Dos baldes. Uno en cada mano, de esos de 20 litros, los de pintura, llenos de camarones, recién sacados del mar y de muy buen tamaño. Por supuesto que inmediatamente le perdoné su ausencia. Ya se puso a cocinar y a prometer que a la tarde iba a ir a buscar mejillones y almejas, en un banco que él conocía y que aseguraba era de su propiedad, ni que hablar, si la pesca no era esquiva iban a salir en su embarcación a llenar la heladera.
Comenzó la práctica de la picadita de ajo y perejil, por toneladas, para la clásica provenzal, los que usan los mejillones y almejas para ser comidos. Mientras tanto empezó a hervir los camarones y las sartenadas se sucedían una tras otra. El mediodía me pintó con etiqueta negra on the rocks. De lo contrario, me daba mucho placer clavarme a Patricia ¡Qué cerveza, por Dios!
Esa noche a la hora de la cena aparecieron tres amigotes de la pesca. Cada uno con una botella de whisky; por suerte de distintas marcas, así teníamos variedad. Había una pata de jabalí, que se encargaron de deshuesar y rellenar con panceta, tomates, morrones y especias. El horno se ocupó del resto. Por suerte, entre ellos había un cardiólogo que se ocupaba de nuestros excesos. Lamentablemente, a él no había quien lo atendiera.
Una noche fue invitado un chef del lugar. Nada mejor que la competencia para cocinar bien. El chino se puso las pilas y preparó una paella, locura total. Acompañada de los Mejillones a la Recanati y los camarones con distintas salsas. De beber nunca faltó. Siempre bien acompañado por el pan recién horneado de Stephie. La harina de las manos no se la pudo sacar nunca.
Las mañanas: me levantaba temprano, si hacía calor la casa quedaba abierta y afuera como testigo todo lo que se usó a la noche, nadie tocaba nada. Muy temprano me venía a saludar Atilio o pasaba con un carrito, él se iba a su escondite a juntar arcilla para hacer obras de arte con sus manos. Temprano me iba a caminar por la playa y aprovechaba el suave sol, la brisa marina me cacheteaba y el paso era alegre y las ganas de vivir me llenaban de ilusiones, esa caminata dejaba a mi inconsciencia un poco tranquila de los excesos nocturnos. Algunas veces iba hasta los médanos que marcaban el fin de la urbanización y otras hacia el otro lado, donde está instalado el faro, entre piedras y golpes de agua. El Atlántico siempre se hace sentir y rompe en espuma en las orillas.
Esa mañana me puse a amasar para sorprender a todos. Les había prometido “Chipa Cuerito” en guaraní, más conocidas como “tortas fritas”. Al rato se levantó la panadera y empezó a amasar pan saborizado. Me aclaró, el Chino me encargó que hiciera un poco más que lo habitual, parece que viene alguien más. Él, para no ser menos, empezó a dar directivas a Serginho. Sobre la disposición de las piezas. Empecé a sospechar y le pregunté. ¿Esperas a alguien más? Sí, invité a algunos amigos a pescar. Como lo conozco bastante bien, empecé a juntar mis cosas y me preparé para una huida rápida. Durante todo el día estuvo llegando gente, botellas de whisky, vinos, asado, etc. Con mucho entusiasmo por la pesca. A la tardecita lo hizo una pareja muy joven. Y ya entrada la noche, una mujer. Arriba de los 30, muy elegante. Muy enigmática. Empresaria. Venía de Argentina. Se sentía estresada. Le habían recomendado el lugar. Cruzó el Río de la Plata y ya estaba en el Cabo Polonio. Sola. ¿Esta debe ser Tierra Santa? La última vez que la vi estaba rodeada de varios pescadores.
Un importante fuego marcaba que el asado estaba en marcha. A la hora de contar los platos fueron 25. Risas en aumento a medida que el nivel de alcohol subía. Estábamos cada vez más contentos. Normal en plan de vacaciones. Me preparaba para ir a dormir. Vino mi amigo a saludarme. Negro, me voy un rato al boliche con los muchachos. ¿Tú quieres venir? Nooo. Quiero descansar un poco, mañana en el primer camión me pongo en marcha rumbo a mi país. Negrito esta es tu casa. Me repitió. El año que viene nos encontramos nuevamente. Nos confundimos en un abrazo, el abrazo de amigos. Hasta siempre. Cabo Polonio. Hasta siempre Chino.




