Las llamas y otras divas del paisaje urbano en Bogotá

17 de Noviembre de 2014 3:57pm
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Rodeada de reliquias arquitectónicas, la colonial plaza Bolívar abraza cada día a decenas de visitantes, que al sol o bajo la lluvia disfrutan de un viaje por la historia colombiana, contada por sus propios habitantes.

Empíricos historiadores reciben a los recién llegados con sus anécdotas e indicaciones sobre los nombres y antigüedad de cada sitio alrededor, desde la majestuosa Catedral Primada de Colombia, hasta el Capitolio Nacional -parlamento- y la Alcaldía Mayor de Bogotá.

Fotógrafos y guías, listos para cualquiera de los dos oficios ante la presencia de personas de extraño acento que miran a todos lados un poco por la sorpresa y también algo desorientadas.

La plaza, que originalmente fue un importante centro comercial, no ha perdido esa esencia al abrigar carpas y otros improvisados expendios con artesanías, frutas, jugos frescos, arepas, estampas y amuletos indígenas.

Pero en medio de la multitud la presencia de las llamas, de apariencia y colores diferentes, cautiva a los paseantes entre el ir y venir de vendedores y pregoneros.

Y aunque algunos prefieren mirarlas de lejos, la mayoría busca la mejor pose para dejar constancia gráfica de ese momento.

De manera que por instantes los dóciles animales andinos se roban el espectáculo para convertirse en las verdaderas divas del espacioso escenario, de casi 14 000 metros cuadrados.

Entre ellas está Beethoven, de oscuro pelaje, que haciendo gala de su célebre nombre mantiene una postura elegante y erguida, aunque es poco probable que haya escuchado Oda a la alegría o la Quinta sinfonía del inmortal compositor.

Lo cierto es que llega a la plaza sólo los fines de semana, cuando Martha y su hija encuentran tiempo para exhibir al noble animal, a cuyos ancestros en lejanas épocas se le atribuían rasgos divinos.

Son muy amistosos, dados a las caricias y resistentes, aunque necesitan también atención, aseguran.

Y pese a que las montañas de los andes son su hábitat natural, en patios de la ciudad, principalmente en la periferia, hallaron también hogar las llamas.

Cámaras en mano, extranjeros y nativos guardan un recuerdo del encuentro con estos parientes de los camellos, desprovistos de joroba.

Recorrer el lugar puede resultar algo complicado, sobre todo para distraídos caminantes, pues por doquier se tropieza con bandadas de palomas en busca de alimento.

No pueden faltar en la relación de personajes típicos las estatuas vivientes, unas con pintura sobre su cuerpo y otras con disfraces de animales o figuras históricas.

Para muchos no basta con pasar por allí, así que deciden armar una suerte de campamento entre las escaleras de la iglesia o en el propio centro de la plaza, muy cerca de la estatua erigida en honor al libertador Simón Bolívar.

Trazado en tiempos de la colonia, el gran espacio público tenía en su centro una columna de madera que servía como picota, la cual fue afortunadamente sustituida por una fuente para dar de beber a los pobladores.

El 20 de julio de 1846 el Congreso de la República dispuso la ubicación de un monumento de bronce de Simón Bolívar, donado por José Ignacio París, quien encargó su diseño y fundición al escultor genovés Pietro Tenerani.

Por las calles aledañas abundan los restaurantes pequeños, los mejores para disfrutar de los tradicionales ajiacos bogotanos o santafereños, una sopa que además de diversas variedades de papa, muy abundante en el país, lleva pollo y verduras para complementar el sabor, sin olvidar que se acompaña con mazorca y aguacate.

Entre el laberinto de callejuelas, rodeadas de viviendas sin portales, techos rojizos (cubiertos con tejas criollas o de barro cocido) y abundantes verjas, asoma el Museo del Florero, una vivienda de marcados aires árabes y andaluces, cuya construcción data de finales del siglo XVI y principios del XVII.

La edificación fue testigo de los sucesos del 20 de julio de 1810, cuando a partir de una disputa por un florero los criollos pidieron a gritos la independencia de España.

En su interior se conservan valiosas piezas del período colonial como coronas, monedas, un cofre que perteneció a la heroína quiteña Manuelita Sáenz, espuelas de plata, antiquísimas herraduras, peinetas, gorros de seda y lujosos jarrones.

Entre sus tesoros sobresalen viejos muebles usados para tertulias, varios de los primeros planos de la ciudad y su plaza mayor, cuadros originales de próceres latinoamericanos, al óleo y plumilla.

Convertida en museo en 1960, la casona de varias plantas es visitada por unas 300 personas cada día, ávidas de conocimiento sobre el pasado de Bogotá, testimoniado por viejos legajos y objetos de varios siglos que pertenecieron a figuras ilustres y a otras que quedaron en el anonimato. (Con información de PL)

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