La Antártida, un encuentro con la ecología

18 de Agosto de 2011 5:18am
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La Antártida, un encuentro con la ecología

Visitar esta parte del planeta, de pocos colores y clima difícil, permite experimentar una paz única y percibir toda la fragilidad y la belleza de la Tierra. Un crucero por aguas de este continente, más allá del extremo meridional de Sudamérica, es también asistir a una universidad como no hay otra en el mundo.

Siempre quise conocer la Antártica porque no es un destino común, lleno de turistas. Por fin llegué allá en febrero del 2009, luego de un viaje muy largo. Volé de Bogotá a Buenos Aires y, luego de permanecer allí algunos días, llegué a Ushuaia, en la provincia argentina de Tierra del Fuego, donde me embarqué en un crucero.

En un pequeño barco rompehielos, en el que íbamos unas 90 personas, cruzamos el canal de Beagle, más al sur del estrecho de Magallanes. Luego de unas cuatro horas pasamos al Cabo de Hornos y desde este punto tardamos un día entero en recorrer los casi 900 kilómetros del pasaje Drake, que nos separaban de Antártica. Olas de varios metros sacudían el barco y obligaban a la mitad de los pasajeros a refugiarse en sus cabinas para luchar contra el mareo.

Yo disfrutaba estar navegando en estas aguas, que son de las más tormentosas del mundo. En este punto estábamos muy lejos de la calma que inspira la Antártica. Después de navegar 24 horas en aguas arremolinadas, encontré algo que nunca había visto. Antártica es un continente con poco color, sin asentamientos humanos, sin verde, sin árboles, sin insectos. Es inhóspito, y esto se refuerza con ráfagas de viento de más de 100 kilómetros por hora.

A pesar de las condiciones duras del clima (la temperatura promedio es de menos 17 grados centígrados), aquí se experimenta una paz única. Este es un encuentro con la ecología, con la fragilidad de la Tierra, con toda su belleza y con uno mismo.

Aquí está prohibido fumar, los hombres pensamos y respetamos el planeta, sentimos la fragilidad de la naturaleza de su ecosistema y ello nos lleva a protegerla con un remoto y casi olvidado instinto de supervivencia.

Ese paisaje, esa ausencia de color y de lo que siempre vemos en otras partes, y que aquí no está, nos obliga a mirar la Tierra con otros ojos. Allí vimos colonias de pingüinos, pero también ballenas, que viven sin preocupaciones debido a que su caza está prohibida al sur del paralelo 60.

Durante los 18 días que estuve allí me di cuenta de que moverse en este continente depende de los caprichos del clima, que cambia muy repentinamente. Dormíamos en el rompehielos, pero cuando los líderes de la expedición veían la posibilidad nos embarcaban a los pasajeros en botes zodiac de caucho, y llegábamos a bahías, islas o bases científicas.

Estábamos en verano, así que la temperatura solo fluctuaba entre -20 y -5 grados centígrados. Eso sí, el viento aumentaba la sensación de frío. Yo tenía siete capas de ropa térmica -que conserva el calor, pero no hace sudar- y unas botas especiales impermeables con suela de buena tracción. Con el fin de no llevar bacterias al continente y de no traer nada de allí, cada vez que bajábamos y subíamos del barco pasábamos los zapatos por una solución desinfectante.

Naturalistas, historiadores, geógrafos, biólogos marinos y otros científicos nos acompañaban. Nos mostraban mapas y por las noches nos daban conferencias sobre lo que habíamos visto en el día. Nos preparaban para la aventura del día siguiente. Era como ir a la universidad. Una universidad como no hay otra en el mundo.

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